Premio a la vida y obra
de un periodista


Julio Nieto Bernal

Empiezo por decirle al admirado Álvaro Castaño Castillo con el título de la canción de los años treinta: Gracias por la memoria. Y a los miembros del Jurado quiero renovarles mi infinita gratitud por haber respaldado la que para mí es la máxima exaltación de mi vida y ocasión para apuntalar recuerdos de una profesión en la que somos los “enfermeros de la historia”.

Evélpides y Pistetero, los dos personajes principales de Las aves de Aristófanes, esbozan la utopía de dos ciudadanos de una tribu y unas familias estimables que abandonan la ciudad, cansadas de la sociedad que las rodea y con el sueño de construir una ciudad en las nubes.

A diferencia de estos soñadores, una entrañable señora, en la edición dominical de El Espectador, se mostró impertérrita y blindada en su apartamento de sobria elegancia, en medio de esa zona de destrucción urbana, llamada la Calle del Cartucho.

Los colombianos como ella vivimos en peligro una realidad lacerante: la de padecer la mayor violencia mundial de estos tiempos, sin que exista un interés colectivo por superar el entorno agitado, renunciando incluso a lo que los sociólogos llaman la “ética indolora”, algo así como que a uno no le importa nada, mientras no sea uno mismo el afectado.

Al principio de una exposición retrospectiva, el famoso artista plástico Eduardo Ramírez Villamizar escribió algo que puede servir de punto de partida para entender la más grave enfermedad social y la única que no parece tener cura: la violencia extrema. Dice el escultor nortesantandereano:

Mis pinturas eran expresionistas contemporáneas, religiosas, temas poéticos de violencia. No la violencia directa que estamos sufriendo en Colombia, sino la violencia disfrazada y poetizada. Pintaba calaveras de animales y todo eso lo estaba haciendo sin pensar que al lado mío maduraba la verdadera violencia. Más tarde tuve una reacción a ella, pero no describiéndola, sino mostrando lo contrario, como es el construir el orden y la civilización.

Hoy en día la violencia rebasa los óleos y se traslada, cada noche, a las pantallas de la televisión. Mientras la radio y la prensa escrita asumen una posición de autocontrol, los medios televisivos exacerban a su público, con imágenes en muchas ocasiones tomadas del archivo para ilustrar la contienda, y la morigeran con muchos goles y jóvenes de abundantes encantos. Además, sus editores toman la zona de distensión como un Estado independiente, tanto es así que las palabras del presidente Clinton en Cartagena fueron sometidas al escrutinio del vocero de las Farc, el señor París.

No será fácil, a menos que se renuncie a la libertad de expresión consagrada por la Constitución, escribir un código de ética periodística sobre la guerra. ¿Se imaginan que, cuando Hitler amenazó al mundo, hubieran existido la televisión vía satélite e internet que ahora penetran, sin permiso, lo más recóndito de los hogares?

“Todos nosotros padecemos de odio” escribió el filósofo francés Jean Baudrillard en una hoja de papel abandonada durante una disertación hace unos cuantos años en la Universidad de Rosario. Yo la guardo, con sus tachaduras posmodernas, como una reliquia.

El odio no depende de nosotros; todos padecemos la nostalgia ambigua del fin del mundo, es decir, de darle un fin, no importa a que precio, ya sea por el resentimiento o por su rechazo total.

En el odio hay también la urgencia de precipitar las cosas, para poner fin a un sistema y para hacer posible otro. En ese fanatismo frío hay a la vez una forma milenaria de provocación y esperanza.

¿Relacionan esta opinión con el presente colombiano?

La crisis de Colombia es la del odio unilateral. Fuerzas extremistas mantienen acorralada a la sociedad. Tres veces he visto la película francesa Le Haine (El odio), tan solo para analizar el congelado del cara a cara de los personajes que marca el fin, porque me parece que en la crispación de las mandíbulas se refleja el afán por matar y destruir.

La confrontación actual rebasa el tratamiento de la pobreza como objetivo por remediar y el injusto sistema de redistribución social como el detonante de la subversión, y se retroalimenta por las diferencias de conducción entre el estamento civil y el militar. Y el poder legítimo no tiene una explicación unificada para la magnitud del conflicto.

Me uno a los que piensan que la pacificación de Colombia no funciona en medio del fuego y que mientras no se venzan la obstinación y la arrogancia de un puñado de líderes revolucionarios, que solamente aspiran a ganar el poder, y de la contra paramilitar, que asume la defensa de la sociedad atacada, la guerra no tendrá fin.

Por eso, me atrevo a sugerir que se aparte el fenómeno de la violencia de lo que es la marcha habitual de la sociedad y que el conflicto armado se maneje por la vía de la defensa militar ante lo imposible de una solución política para poner en antecedentes a la comunidad internacional, que evidentemente no quiere que el conflicto los involucre.

Inquieta, sin embargo, que la sociedad formal haya perdido su vigor. Que, en el desorden que deja la conflagración, la gente asuma posiciones antisociales como la de ahondar la corrupción y el pillaje, aprovecharse de la impunidad, crear la cultura del incumplimiento de las obligaciones y no hacer, en lo privado, un cambio de actitud que le permita adaptarse a los tiempos excepcionales.

Humildemente me declaro el periodista peor informado del país. Me gustaría saber, por ejemplo, ¿qué hablaron Andrés Pastrana y Manuel Marulanda en sus paseos por el Caguán? ¿A qué se comprometieron? ¿De qué hablaron Pastrana y Clinton? ¿Ellos saben que la guerra colombiana podría derivarse en un conflicto universal?

Confieso que viví con emoción las diez horas que ese político genial que es Clinton pasó en Cartagena. Y, contra los comentarios mezquinos, pienso que es el único hecho de rotundo apoyo a Colombia de parte de la única superpotencia, representada por el Ejecutivo y el Legislativo y por sus dos partidos históricos, lo que deberá traducirse, como en otras partes del mundo donde los Estados Unidos han actuado para abortar la violencia, en un apoyo militar y económico, que haga de poder contrabalanceante ante la audacia y el desenfreno con que actúan tanto guerrillas comunistas como paramilitares ultraderechistas para hacer viable una auténtica democracia participativa.

Me parece un escándalo farisaico que helicópteros o aviones fantasmas vayan a afectar la soberanía en las fronteras colombianas. Se sabe de fuentes de inteligencia que las guerrillas no tienen la capacidad para expandirse al vecindario.

Dice el científico Richard Dawkins en su libro Destejiendo el arco iris. Ciencia, ilusión y el deseo de asombro, una emotiva defensa de la ciencia: “Después de un sueño de cien millones de siglos, hemos abierto al fin los ojos en un planeta suntuoso, de colores rutilantes y repleto de vida”. Y con humor nos habla de las bondades de “mucho verde, mucha agua y una variedad de climas que apenas si enturbian los fenómenos de la Niña y el Niño”.

Sin embargo, pasamos de un siglo a otro en la incertidumbre de si hemos superado las infamias de las dos guerras mundiales, los holocaustos, las xenofobias y las largas marchas humanas por las luchas territoriales. Y si el nuevo mundo de la informática y de la biogenética nos pasará de víctimas de la intolerancia del guerrerismo a dócil rebaño de la técnica.

En mis visitas al mejor diario en español, El País, cuyo director de opinión Joaquín Estefanía nos honra hoy con su presencia y su visión cosmopolita, conocí a Vicente Verdú de quien cito de artículo de 1997 esta afirmación sobre el cambio de siglo y de milenio: “El mundo ha entrado en una espiral de perversión. Como si el término del milenio se convirtiera en el turbión de un sumidero global, todos los desechos del siglo reaparecen en el último tramo del fregadero”. Colombia es la muestra más infame de la perversión.

A Verdú le propuse que armáramos una cruzada intelectual para que se establezcan toda clase de precauciones en este nacimiento de centuria, de modo que no se repitan los desafueros del pasado. No es una cruzada del bien contra el mal. La falla de la política mundial ha consistido en que desconoce la base instintiva del ser humano, sus propensiones a lo perverso y su narcisismo que termina en paranoia. Todas las formas de aberración están latentes, lo que hace que el problema sea de salud pública, de traumas físicos y mentales y de frenesí por el éxito y, en lo colectivo, supone la imposición de un yugo tecnotrónico que amenaza con destruir la intimidad y el sentido del ocio y que puede aportar amplias redes de acción al crimen organizado.

Difícil predecir el futuro de Colombia. La política ha demostrado su ineptitud para traducir en bienestar las aspiraciones populares. Se vive un verdadero malestar de la cultura, como en la definición de Freud.

En un reciente Congreso de Psicoanálisis en Cartagena, el especialista argentino Otto Kernberg dijo:

El potencial para la agresión destructiva es una capacidad humana general o por lo menos una implícita amenaza. […] Estas funciones biológicas de agresión, expresadas en la neurobiología de los afectos, pueden distorsionarse en el ser humano por la patología de los correspondientes sistemas regulatorios, produciendo severos traumas físicos durante las etapas iniciales del desarrollo de niño (dolor, enfermedades crónicas), o severo trauma relacionado con la patología de las relaciones tempranas objetales.

¿Qué clase de desarreglos irán a padecer los niños metidos en el trasegar de la guerra? ¿Qué decir de los temores nocturnos investigados por el antropólogo Castillejo en las casas de los desplazados, que tienen la pesadilla de que cada noche van a venir a matarlos? El problema con la violencia en Colombia desbordó el manejo institucional corporativo. La obsesión por refrenar los impulsos salvajes a través de una cadena de intermediarios burocráticos es otro gasto presupuestal ineficiente.

Se necesita que los especialistas de las ciencias del comportamiento no solamente alivien el dolor actual también que prevengan o imposibiliten el futuro.

Coincido con Umberto Eco en que las guerras no son inevitables. De hecho, los grandes poderes mundiales intentan hacerlas, sin causar en sus filas el menor daño posible porque los bombardeos en Yugoeslavia y Kosovo se hacían desde gran altura, Milosevic está todavía en el poder y otro tiranuelo, Hussein, gobierna en Irak superando las batallas de la CNN. Pero para eso hay que educar para la convivencia.

He tratado en vano de buscar explicaciones intelectuales a la crisis. Me asalta el temor de que todo lo que se ha escrito sobre la misma no le importa a nadie y los académicos deben abandonar el país por las amenazas de los actores armados. Enormes recursos de inteligencia echados a perder.

El conflicto violento en Colombia es un artificioso regreso a las propuestas ideológicas del siglo XIX. Cuando está a la vista la nanotecnología, en la que un ejército de minúsculos artilugios circulará por arterias y venas para desbloquearlas y, a la manera de un James Bond, un ejecutivo podrá manejar el mundo desde su reloj de pulsera, nosotros nos gobernamos con un orden social arcaico, empeñamos o vendemos nuestras empresas al mejor postor y destruimos empleos en nombre de la globalización neoliberal.

Con la ayuda de dos académicos muy bien preparados, Eduardo Barajas y Enrique Serrano, quiero invitarlos a una amplia discusión sobre la pobreza. El uso de la violencia para eliminarla, de hecho destruye factores de riqueza, crea desorden y retarda las acciones de avance.

El premio nobel de Economía Amartya Sen dice que las distancias entre riqueza y pobreza no son insuperables. Retomando los estudios de los años sesenta sobre el tema, la pobreza se da porque se establecen guetos, porque no hay para el pobre oportunidades de progreso. Ha escrito Enrique Serrano: “Si usted quiere dejar de ser pobre, piense en lo que le falta por ser, en lo que le queda por desear, en lo que no ha querido saber, en lo que no ha podido entender, en lo que no ha sabido tolerar”. Como para llevarlo a las mesas de diálogo del Caguán.

La subversión se equivoca gravemente si continúa con su idea fija de ajustar cuentas con los ricos. Destruir la burguesía, que es una medida de progreso, es un error histórico. Castro lo hizo y al ver recientemente la exposición de Carlos Garaicoa en la Casa de la Moneda sobre el aniquilamiento de La Habana, concuerdo con quien escribió que su obra es la gran metáfora del colapso del modelo cubano.

Colombia, con su estigma de violencia, no puede disfrutar de los cambios benéficos de la modernización. La crisis de la economía es en altísimo porcentaje una secuela de la guerra y de la inseguridad. Las fuerzas subversivas han ganado la guerra psicológica. Colombia ha perdido su libertad. El país está lleno de miedo.

Subvertir es trastornar, resolver, destruir, según el diccionario. Yo propongo hacer una cruzada para subvenir, que quiere decir venir en auxilio de alguno o acudir a las necesidades de alguna cosa.

No creo en esos modelos económicos a rajatabla para lograr un equilibrio social en medio de una injusta distribución de la riqueza, que dos generaciones de economistas han venido repitiendo.

La plata de la inversión pública se está desfondando hacia los toneles de los corruptos. Respaldo la iniciativa de El Espectador de ejercer, además de la macroeconomía, la caridad, tal como lo hacen para subvenir a los necesitados potencias como Alemania y Estados Unidos a través de las parroquias y del voluntariado, creando así una conciencia de que dar cuando se tiene es un gusto. Leí en Time que un 70% de los americanos dona para la beneficencia o el arte. Al año son tres trillones de dólares. ¿Cuánto se dona en Colombia? No se sabe.

Estados Unidos, asómbrense, es el país más socialista del mundo. Las acciones de las grandes compañías están en manos de los fondos mutuos de inversión, que los constituyen las gentes del común y que aquí en Colombia fueron pervertidos a nombre de la concentración empresarial.

Hoy el modelo capitalista mercantilista ha hecho agua. Solo alianzas estratégicas con inversores de riesgo del primer mundo lo mantendrán a flote. Aquí se desdeña volver accionistas a los trabajadores. En Alemania lo son, en alta cuota, de las grandes factorías de automóviles.

Colombia marcha a dos velocidades: la del progreso y la reconciliación, que se estimula desde todos los frentes si llegare a un puerto feliz, y la de la guerra que perdió vigencia histórica, pero que se impone porque la gente, y me incluyo, maneja la cobardía por puro instinto de conservación.

Pese a mi pesimismo sobre que guerrilleros, paramilitares y criminales de toda laya alivien su odio, celebro con entusiasmo y patriotismo todos los esfuerzos que, desde el Gobierno y los sectores de la llamada sociedad civil, se hacen para eliminar el conflicto y vivir en paz, después de tantos años de sangre, sudor y lágrimas, que no deben ser un pretexto para cobrar más impuestos, sino una advocación para unir un país en el cual, como lo expresa el profesor Daniel Pecaut, todas las convenciones sociales están rotas.

Déjenme finalmente, en medio de esta caída al tercer círculo del infierno, apostarle y pronto a una patria mejor, a una herencia de reconciliación para nuestros hijos, a que los sentimientos de amor y odio, que se forjan desde la niñez, tengan su debido balance, a que haya un control subjetivo de la realidad, a que deje de primar la horda y a que subsistan la compasión y la cooperación.

Muchas gracias.